lunes, 31 de agosto de 2015

Sexo y soda

Variopinta, por Federico Coutaz

I
Esto pensaba, que, recién mucho tiempo después, supe que había una ciudad que se llamaba Estambul. Entonces me pareció una ciudad con nombre de soda. La palabra soda y la palabra Estambul se me antojaban indisolubles, como la s de soda y su estallido que resuena en el vaso, el ascenso frenético del líquido fresco, desafiante, las paredes húmedas del vaso metálico en el calor de una siesta. Estambul, lleva la bu de esas burbujas que al principio parecen bichitos que explotan.
No está mal, tampoco, como nombre de ciudad, sobre todo teniendo en cuenta que reemplazó a Constantinopla, que a todas luces no parece una palabra adecuada para nombrar algo serio. Prefiero Estambul, trato de imaginar a campesinos griegos corriendo desesperados, en fuga y gritando IS TIN POLI (“a la ciudad”) y ese grito que, mal escuchado por los turcos, inventó sin querer el nombre de la soda.

II
La fiesta no era tan grande, pero casi todos los asistentes eran gente bastante extraña. Alguien, vestido como de mimo, que me confundió con otra persona, nos presentó. Hablamos del porno y del lenguaje, de que los diálogos o palabras que se repetían casi siempre eran mucho más artificiales que todo lo otro. Me dijo que el ser humano es el único animal que hace el amor con la palabra. Dijo así: “hace el amor”. También me dijo que últimamente había estado perdiendo todo su tiempo.

III
Estaba drogado. Ella cabalgaba arriba mío y decía cosas que yo no escuchaba, había empezado a pensar en una canción de Soda Stéreo, y de ahí todo un mambo con la soda Estambul. Ahora volvía y notaba que mi erección extrañamente se había mantenido durante todo el cuelgue y sentía que desde la punta de todos mis dedos empezaban a avanzar hacia el centro (como los griegos a la polis) burbujas de lava que inevitablemente iban a liberarse del cuerpo como un Big Bang. Noté también que tenía las manos atadas y no recordaba desde cuándo ni cómo. Ella daba saltos como una coneja en celo, pero ingrávida, por un segundo se mantenía casi despegada de mí, y enseguida caía con todo el peso de ese culo, que yo quise sostener con mis dos manos y no pude. Alcancé a escuchar que decía: “Somos animales trastornados”. Le pregunté si iba a acabar conmigo y me dijo que sí, en un tono algo raro. Después, cuando vi la daga, recién me di cuenta de que había entendido mal.

Publicada en Pausa #160, miércoles 26 de agosto de 2015
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