lunes, 31 de agosto de 2015

Nísperos

Otro yo mismo, por Mari Hechim

¿Qué hay más exasperante que un hermano menor? Por empezar, cuando nace, todo rubio y de ojos celestes, ya están todos suspirando por lo lindo que es, y yo tenía sólo dos años y medio y era negrita y fea y mi mamá me mandaba a la casa de la abuela porque todos sus cinco hijos eran demasiado para ella. No es que no me gustara ir a la casa de la abuela, porque había allí mil cositas buenísimas que no había en mi casa, como flores, hojitas de muchos diseños y tamaños, una canilla que perdía agua y que iba trazando un sendero entre las plantas del jardín, un abuelo protestón y cálido, pan y manteca al alcance de la mano, rosas blancas en un arco en la entrada.
Inevitablemente, transcurrido el tiempo, iba a nacer una relación de hermanos entre él y yo. Siendo los más pequeños, teníamos juntos unos juegos que no podía tener con mis hermanas: ya era montar los dos brazos del bravío sillón verde del living por praderas portentosas de tan amplias, o treparnos a la siesta a la rama casi horizontal del paraíso del patio, adonde subíamos un mejunje un poco horrible, entonces delicioso, preparado con mucho de Quilla y un poco de crema, y muy secreto.
La exasperación aparecía cada vez que yo aprovechaba ser mayor, y él se vengaba abusando de sus prerrogativas de ser el menor. Un día de lluvia ininterrumpida, jugábamos a los indios, y tuve la pésima idea de tomarlo prisionero. Le até las manos por detrás, y el desgraciado tenía que cruzar un río por un puente de madera que iba de una cama a la otra. Él probablemente se partió la nariz y quizá le haya sangrado un poco, pero lo que es a mí, me dieron tal paliza. Ya vas a ver cuando llegue tu padre. Y tu padre llegó y me dio la paliza más grande que recuerdo y, no sé por qué, me parece que fue la única vez que mi viejo me pegó.  Y sangré por dentro mucho más que la poquita sangre roja que a él le salió de la nariz, porque mi padre me amaba más que nadie en el mundo, creía yo, y nunca hubiera podido imaginar que podía enojarse tanto conmigo.
Pero hubo algo que no puedo recordar sin una mezcla de alegría furiosa con una pizca de decepción por mí misma. Fue una de las siestas más notables de mi vida. Al lado de mi casa vivía el Hugo Marinetti, campito de por medio. El Hugo tenía unos cuantos años más que yo y era tan alto y lindo que moríamos por él. Su mamá era un amor. Yo iba a veces a la casa de ellos a tomar la leche, y siempre tenía unas galletitas muy primorosas hechas por ella misma que me convidaba y me encantaban. Pues bien, el níspero estaba en el patio lateral de la casa de ellos, y sus ramas con más frutos caían del lado del campito. El campito, que de noche se llenaba de animales y fantasmas y asesinos monstruosos, de día era un montón de hierbas salvajes y alguna piedra. Me propone ir sin hacer ningún ruido. Mi hermano era un maestro de la simulación y el sigilo. Debíamos caminar tranquilamente entrando al campito, y, cerca del árbol, agacharnos hasta acercarnos lo más posible. Como no teníamos recipiente, yo tomé el borde de mi pollera y la ahuequé para poner allí los frutos. Cuando creímos que era todo, salimos corriendo sin más, y se me salían los nísperos por los lados de mi improvisado cuenco, pero, dios mío, cómo me latía el corazón, estar robándole a gente tan querida, las cosas que me hacía hacer ese truhán, y sólo por unos frutitos amarillos jugosos.

Publicada en Pausa #160, miércoles 26 de agosto de 2015
Pedí tu ejemplar en estos kioscos

No hay comentarios: