miércoles, 1 de julio de 2015

Dioresal

Médula, por Fernando Callero

6 AM, llamo a Cintia, la enfermera de la mañana, para pedirle agua caliente. Aprovecho a contarle un sueño. Unos amigos tocan en el fondo de una biblioteca muy vieja, parecida a la del Foro de la UNL. Algo muy underground, adolescente. Entre los que reconozco están el Lacho y Lucre. Somos muy pocos en el público, casi la misma cantidad que los músicos. Como no se ven administrativos, aprovecho para revisar los volúmenes de colección que aparecen en las vitrinas. Cuando los toco se hacen polvo, apenas puedo sostenerlos para leer sus títulos, pero no recuerdo ninguno, salvo una tapa grande con una reproducción de Berni.
La música suena horrible, tocan directamente desde los equipos. En un momento encuentro bajo una vitrina unos zapatos marrones muy antiguos. Son muy lindos. Me los calzo, me van bien, pero la lona está rígida por el tiempo y me hacen sentir los pies adormecidos. Salgo a la calle con ellos puestos, con un poco de miedo de que algún ordenanza me descubra. En la vereda me topo con un grupo de escolares que vienen subiendo las escalinatas de acceso y se meten con parsimonia por una puerta lateral. Lo que alcanzo a ver es una sala donde está por comenzar una obra de teatro. Me acerco a la puerta para curiosear. El público se acomoda hacia el fondo de la sala, frente a la escena que sa ha montado de espaldas a la puerta de calle. Ahí también está Lucrecia, mi amiga, organizando los preparativos para la función. Deben ser unas jornadas artísticas para adolescentes. Conmigo se han acercado algunos otros de los que estaban en el “recital”, curioseando, y ella y algunos chicos nos invitan con señas a que pasemos. Ahh, ¡qué bochorno!; vamos arrimando con pudor infantil, como los culeítos y cuculeítos de Gombrowicz. Yo, tratando de hacer desaparecer bajo las botamangas de mis pantalones horriblemente acampanados los zapatos antiguos que acabo de robar de la biblioteca y que me hacen sentir los pies de lana electrizada.
La enfermera me acomoda la sábana traversa, me ayuda con los pies hiposensibles que las terapias están tratando de despertar.
Fin del sueño, le digo, y ella sonríe lejos. Me trae agua caliente y mientras el día se va transformando en una masa de luz en la ventana, activo con los primeros mates. Recojo mis piernas no utilizando su propia fuerza, sino como en rigor lo dice la frase. Ellas son objeto, en este caso, de la fuerza de mis brazos y de lo que se dice maña. Ayer en el gimnasio vi a un hombre mayor recoger sus piernas con el mismo método, recogiéndolas desde la parte baja del muslo, tirando de las mangas del short. Es decir, un poco pescándolas con una red. Ahora estoy sin short, apenas tengo puestos los ridículos pañales de adulto, pero como ya tengo fuerzas para el primer envión, levanto lo que puedo y me curvo para recogerlas de a una, desde la articulación de las rodillas. Pesan mucho, quizás unos doce o quince kilos, pero ayudando un poco con la fuerza que adquirí, enseguida las tengo plegadas en triángulo, una rodilla apoyada en la otra. Es una posición cómoda, aunque inestable. Cada rato las tengo que acomodar porque se abren vencidas por su propio peso.
Hace dos días tomo Dioresal, una medicación para la espasticidad que, al cabo de tres días, logró contener bastante los temblores, o clonus, como se llaman esos reflejos que ante los estímulos te pone las piernas a temblar como un diapasón que no para hasta que uno aprende a relajarlas, con la mente o con ayuda de presiones manuales. Apoyar las plantas en el piso, de plano, y presionar fuerte hacia abajo desde las rodillas, es una forma; otra, estando acostado, presionar las plantas hasta vencer el ángulo recto. De cualquier manera no siempre funciona, por eso se complementa con dosis graduadas de Dioresal baclofeno.

Publicada en Pausa #156, miércoles 17 de junio de 2015
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