miércoles, 24 de junio de 2015

Una breve historia de la interna presidencial

Por Alejandro Horowicz

Una regla no escrita, pero de estricta observancia, organiza el poder presidencial: el presidente en ejercicio elige su sucesor. El sistema se materializa mediante un plebiscito de legitimación, las elecciones. Antes de 1916, con padrón restringido organizado por la minoría gobernante; después, con padrón universal. Cambiar de padrón era cambiar de candidato, y Roque Sáenz Peña al hacerlo determinó que el jefe de la Unión Cívica Radical, sin consultar a nadie, fuera el nuevo presidente de los argentinos. Las urnas convalidaron esa decisión.
El primer peronismo (1945-1955) nunca tuvo interna. El 17 de octubre plebiscitó al caudillo del movimiento. Era la primera vez que una mayoría plebeya decidía. La irrupción de los trabajadores dio otra dimensión a la democracia política, antes como eran extranjeros no votaban. Con las patas en la fuente, tras tres jornadas de movilización obrera, los “cabecitas negras” conquistaron el derecho a decidir. Sin partidos con pasado, en medio de una lúcida algarabía, los jefes de octubre organizan la estructura política del único presidenciable: el Partido Laborista.
Juan Domingo Perón, el candidato sin experiencia, supo que sin la organización obrera (“la columna vertebral”) no vencía, pero si solo contaba con los trabajadores tampoco. Con un girón del tronco radical obtuvo el plus requerido. Esa masa en ebullición desde abajo organizó la campaña, consignas escritas con carbón en paredes caleadas, sin asesores de imagen; y ante la estupefacción de los grandes diarios y de los cogotudos de la judicatura, logró que un  oficial recién casado, con una “actriz”, de algo más de 50, accediera al sillón de Rivadavia. Nunca había sucedido.
Eso sí, al día siguiente de la victoria el general se ocupó en desarmar pieza por pieza el laborismo, liquidando su dirección política, para luego fusionar sin debate a radicales sin votos y gremialistas con obreros,  junto a  comunistas y anarquistas mixturados con nacionalistas católicos de misa diaria y confesión perpetua; y que semejante rejunte fuera sometido a la bota de una flamante burocracia sin méritos; el general cristalizó un organigrama tan abultado como inútil. Y cuando fue preciso defender el gobierno, en la crisis con la Iglesia Católica, durante el muy tenso año 55, quedo claro que ni aun convocando a John William Cooke para dirigirlos, servían.
El segundo peronismo (1955-1972) tampoco tuvo interna, ya que Perón y el peronismo estaban proscriptos. Y a la hora de votar el dilema era simple: en blanco o por candidato ajeno, como Arturo Frondizi en el 58. El peronismo vivía recluido en los sindicatos, fuera de ellos apenas existía, mientras su dirección soñaba, cuando lo  hacía, con la Revolución Nacional, que no era otra cosa que la confluencia de las Fuerzas Armadas y los dirigentes sindicales. En 1966 se retradujo como encuentro entre el general Juan Carlos Onganía y Augusto Timoteo Vandor, secretario general de los metalúrgicos. En el ínterin, Perón desde Madrid escribía las cartas peligrosas que cada cual leía como le venía en gana. El hilo político tendió a volverse crecientemente laxo. El Cordobazo, en mayo del 69, cambia las cosas reabriendo la interna. Los partidos dejan de invernar, y la dinámica política adquiere otra coloratura. Las organizaciones guerrilleras irrumpen, y la militancia se transforma en propuesta generacional, desde el horizonte de la Revolución Cubana.
La proscripción política del movimiento popular se terminó volviendo inviable.  El tercer peronismo (1973-1974) se organizó sobre la base del regreso del general a la patria y  el “luche y vuelve” vertebró a los sectores dinámicos. No alcanzó. Que Héctor José Campora encabezara la boleta del Frejuli (Frente Justicialista de Liberación) remitió a esa incapacidad: una mayoría que no pudo, no supo defender en las calles su derecho a la democracia. Ni la lucha impuso la candidatura del general, ni Perón impulsó la abstención revolucionaria. Esto es, se avino a los términos de Alejandro Agustín Lanusse, y el 11 de marzo  de 1973 los argentinos votamos.
El 20 de junio de ese año, en Ezeiza, se produjo la movilización de masas más importante de la historia nacional: dos millones de compatriotas se movilizaron, pero el general faltó a la cita. El avión que lo traía de Roma fue desviado a Morón, el discurso del 21 no se podía pronunciar en la asamblea popular del 20.  Y así se libró esa interna, Perón empujando a Cámpora fuera de la Rosada, a los gobernadores díscolos (Buenos Aires, Córdoba, y Mendoza) a la calle y a los militantes de la tendencia revolucionaria a las universidades. Hasta que el 1° de Mayo de 1974 el general parte en dos el movimiento al echar a los Montoneros de la Plaza, y María Estela Martínez de Perón, tras la muerte del general, los  expulsa de la Universidad (misión Ivanissevich) y los aplasta militarmente (Operativo Independencia). En su postrer discurso, 12 de junio, Perón que se sabía enfermo, consagró al pueblo como su “único heredero”. Habida cuenta que su mujer era la vicepresidenta por propia decisión, no era poco decir. Y después cayó la noche.

A partir de 1983
Carlos Menem le gana la interna a Antonio Cafiero. Antes, presenciamos la batalla entre Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa. Eran las primeras en su tipo. A medida que la democracia de la derrota se profundiza, lo  único que se decide es el nombre del que decide.
Tras presidir dos turnos, y fracasar en la re-reelección, Menem se ocupa que Eduardo  Duhalde no sea presidente. Y lo logra. El estallido de 2001 concluye en las elecciones 2003; el presidente provisional, en respuesta al “que se vayan todos”, inventa la interna externa: tres candidatos presidenciales compiten con los colores peronistas y Néstor Kirchner, al presentarse solo a la segunda vuelta (Menem se fuga), termina ingresando a Balcarce 50.
En 2007 Kirchner tiene oxígeno para continuar, pero prefiere que Cristina Fernández se haga cargo, sin interna. Una franja residual acompaña al disconforme  Duhalde y Chiche todavía ocupa una banca en el Senado. La muerte de Néstor cambia las cosas y la sucesión se transforma en problema político de primer orden.
En la tradición peronista el sucesor es el “enemigo”, no hay herederos naturales, y los que pintan son corridos y reemplazados por los que no pintan. Una ley muda de selección al revés opera todo  el tiempo. Por eso, uno que apenas pintaba, pero que no vaciló en proclamarlo, terminó encabezando la boleta del Frente para la Victoria.
Para que Daniel Scioli ocupe la pole position, la presidenta tuvo que clausurar la interna. El gobernador ganaba de todos modos, pero la mera posibilidad numérica de que Mauricio Macri saque algún voto más que Scioli precipitó la decisión. Un error. Imposible saber si los votantes de Florencio Randazzo sufragarán por Scioli, imposible saber si parte de los que votaban al gobernador no lo hacían contra Randazzo, imposible saber si el desinfle de Sergio Massa, la fuga de sus votos, no volverá a cambiar los numeritos.
Una decisión democrática fue sustituida por el dedo presidencial: los militantes aprehenden. El poder está en la Casa Rosada, la presidenta manda. Bajo el régimen presidencialista el poder de Cristina es grande; pero después del 10 de diciembre mandará Scioli. La continuidad política nunca se resuelve administrativamente. No alcanza con confeccionar adecuadamente las listas de diputados y senadores, ni la de los gobernadores y sus vices. Duhalde poroteó todos esos cargos en 2003 y en 2005 ya había sido neutralizado.
Es cierto que Scioli no es Kirchner, pero tendrá el mismo poder en condiciones sumamente complejas. Cómo lo usará no deja de ser la incógnita, y a decir verdad ni el propio gobernador tiene cómo saberlo. Dicho de un tirón: imaginemos al hombre que se propone honrar todos los acuerdos, o imaginemos lo contrario. Da igual. Las crueles circunstancias y su modo de abordarlas terminaran por despejar tan delicada incógnita.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Excelente repaso. Qué sapito que nos acabamos de comer.