domingo, 10 de mayo de 2015

Un muchacho como yo

La indignación ante los exabruptos de Del Sel y la autenticidad como pantalla para los técnicos del 90.


La reivindicación de la violencia familiar y escolar como pedagogía de la rectificación a cocazos y varillazos, el chacoteo sórdido de viejos chotos que terminan usando una nenita por 100 pesos, el desprecio a quienes reciben dinero del Estado, sea porque sus hijos tienen el derecho a la Asignación Universal, sea porque son trabajadores y cobran salario: la seguidilla de videos con declaraciones de Miguel Torres Del Sel, que crispan nervios en las redes sociales, lo pintan como es. Y en eso hay inteligencia.
Macri, Del Sel y Mercier, jefe de los equipos del PRO, el 19 de diciembre de 2014 en la presentación de la Fundación Pensar en Santa Fe.

Del Sel es un candidato del espacio exterior a la política; esa es la apuesta de quienes controlan su imagen, eso es lo que se cifra en los exabruptos. Sus espasmos discursivos se justifican a partir de una supuesta virtud –la transparencia o autenticidad– que es el combustible para transmutar sus pasos de clown. Miguel es un payaso malo que canta y baila y salta y grita y uno lo ve haciendo eso (es más grácil que Macri, la verdad sea dicha) como si no fuera nunca a ser gobernador, casi como si no existiera la posibilidad de que llegue a la Casa Gris. Porque eso es lo que Miguel garantiza, también, con su transparencia: que él no gobierna sino a través de sus mentados –aunque no del todo públicos– equipos técnicos. Una paradoja, entonces. El valor de Miguel es el de ser una pura mascarada de dirigente: transparente en relación consigo mismo, con lo que es como individuo, opaca en relación con el perfil neoliberal que aglutina a su grupo político.
Por principio, quienes se escandalizan por estas insistentes groserías no son el público objetivo de esta estrategia, porque jamás votarían ni votaron por el humorista. La repulsa frente a estos enunciados implica que en la conciencia del indignado al menos existen ciertas convicciones. Cómo mínimo, cree nuestro indignado que hay derechos civiles a defender, que la política es algo más que una gerencia, que el Estado no es una mera cueva de corruptos que opera la máquina de cobrar impuestos.
Pero, en el reverso, existe una amplia franja de la población que sí cree que los partidos políticos son una condena (no necesariamente son golpistas, pero los golpistas están en este grupo), que la violencia masculina da vigor y racionalidad, ordena el caos y purifica a una sociedad extraviada en la marea de nuevos derechos igualitarios (repase entre sus amigos de la peña o compañeros de práctica deportiva), que el Estado es un vampiro que ahoga la iniciativa privada, único y prístino motor de la economía (no necesariamente son garcas acaudalados: de hecho, cual productor agropecuario con sequía o industrial sin ventas al exterior, viven mamando de los subsidios. No, allí la mayoría la compone los replicantes de la ideología del sufrido monotributista, la del “yo me parto el lomo trabajando y no quiero mantener vagos de mierda”).
El valor de un candidato construido desde el (inexistente) exterior de la política partidaria se mide en su capacidad de licuar los debates y el planteo de los conflictos sociales concretos. Vale más cuanto más figurín luce, siempre y cuando (como Miguel repite) oficie de transparente mediador de quienes realmente van a manejar el Estado. A su vez, estos gestores se presentan desde la lógica inmaculada de la inevitabilidad: se recorta, se privatiza, se ajusta y se cede a partir de la justificación de que “no hay otra alternativa”. Uno de los basamentos de la política neoliberal es la postulación de que su acción es lógica como la matemática. El Estado no toma decisiones ni tuerce destinos, tan sólo “hace las cosas como hay que hacerlas”. Es decir: de acuerdo a los empellones constantes de los factores reales del poder.
El transparente Miguel habla a su electorado en sus tristes chistes. Y ancla su eficaz método de interpelación en su historia personal: es el negrito picarón laburador y obsecuente, al que le fue más que bien. Así, no se espera de él que simule al estadista, el legislador, siquiera al burócrata. Todo lo contrario: más continua es la exhibición de su calculada autenticidad, más llegada tiene a su target.
Incluso, frente a las ridiculizaciones que pueblan los comentarios a la saga de videos que circulan en la red, los votantes del humorista responden con cierta convicción épica. “Yo voté a Del Sel, ¿y qué?” espeta el acorralado adherente. Democracia de minorías, el sistema electoral y de partidos de la provincia genera que la opinión de cada santafesino siempre se vea en inferioridad frente a la del resto: ningún espacio supera holgadamente el 30%.
No es menor la posibilidad de construir una narración épica. El kirchnerismo, que desde 2007 venció por amplias mayorías en las nacionales, supo construir su enemigo superior por fuera del espacio partidario. Cristina versus las corporaciones. Del Sel, por más que haya ganado las Paso, tiene todo para decir que viene a oponerse al monstruo mayor de la politiquería. Y sus adherentes tienen pasto en la realidad como para poder legitimarse: desde la luz más cara del país hasta los aumentos continuos en los tributos, desde la violencia urbana hasta la envidia contra los rosarinos. La simple enumeración de obras, acciones, decisiones y posiciones tomadas por el oficialismo socialista le resbalan totalmente al votante de Del Sel. También la exposición de los logros del kirchnerismo y del camino para que en la provincia se repita el modelo nacional y popular. Ambas propuestas tienen en este elector el espesor del blabla.
“Estamos hartos de los discursos” reza Mauricio Macri en su web. Política y antipolítica se juegan en dos campos diferentes. No se disputan las mismas cosas: se disputan las reglas de la contienda y el campo de juego en sí. Cuando un elector considera que la política es una esfera exterior (y a veces agobiante) que lastima y no resuelve los problemas de la vida privada, se fortalecen las posibilidades de quien se erige como un par, un muchacho como muchos que conocés. Un par que viene a tomar la Casa Gris por asalto y a cambiar las cosas de ese universo ajeno.
El negrito contra el saco y la corbata, la chanza procaz contra el programa de gobierno, la autenticidad tosca y pueril, pero transparente, en oposición a la difusa y sospechosa jerga institucional, los técnicos versus los dirigentes, el mercado contra el Estado. El santafesino contra el rosarino. El mecano de la imagen pública de Del Sel no cruje cuando el candidato habla, a menos que tengamos la inocencia de creer que el laboratorio de marketing político del PRO está conducido por un conjunto de pasantes enfiestados.
Sin embargo, esa estrategia es un arma de doble filo. Más todavía cuando quien la lleva adelante tiene la iniciativa, marca los puntos, pica en punta en la carrera. Una toma de aikido, una respuesta utilizando la fuerza del otro, puede ser letal. Algo así como “gobernar no es chiste” o “los 90 no fueron una joda”, antes que repetir una y otra vez lo hecho o por hacer, o que vomitar delante de la pantalla el rechazo contra la brutalidad del candidato que más votos juntó en las Paso. Algo que desplace la amenaza de lugar: que la saque de la política y la devuelva a los gerentes. Algo que condense el alto nivel de rechazo al Midachi en un solo punto concentrado. Algo de marketing electoral como el que aprendimos en 1999 con los publicistas Agulla y Baccetti y el aburrido De la Rúa.

Los guionistas del actor
A la hora de considerar la situación de las dos grandes ciudades de la provincia, Santa Fe y Rosario, Luciano Laspina estimó que hay que revertir la aglomeración urbana, cuyos rasgos son “una inmigración descontrolada y villas de emergencia que crecen”. Y planteó un sueño: “Santa Fe tiene que tener muchas Rafaelas”. Así se expresó ante el auditorio de la Sociedad Rural de Santa Fe, en un encuentro previo a las primarias, según El Litoral. Laspina es diputado nacional, ocupa la banca a la que renunció Miguel Torres Del Sel. Fue asesor de Pedro Pou en el Banco Central, entre 1998 y 2000, y desde 2007 fue Economista Jefe del Banco Ciudad de Buenos Aires, en la gestión Macri, informa el periódico El Eslabón.
Junto a los candidatos locales y demás figuras, en el convite ruralista también estaban presentes otros dos ases de la baraja amarilla: Damián Specter y Juan Carlos Mercier.
Specter fue empleado del HSBC y trabajó para Macri en el Distrito Tecnológico. Desde allí, afirman La política online y Tiempo Argentino, realizó una serie de millonarias licitaciones en las que siempre ganó la misma empresa: el Grupo SG, de Silvano Geler, un viejo amigo del hombre encargado del “Desarrollo Económico” en los equipos de Del Sel.
Mercier es un naipe que hace rato va y viene del mazo al juego. Orilló el 1% cuando compitió en las Paso de 2011 para gobernador. No necesita de los votos para mandar: fue funcionario en Vialidad provincial bajo la dictadura de Onganía, a partir de 1973 fue el director de Rentas. Tras el inicio de la dictadura continuó en el cargo y luego ascendió: en 1981 vicepresidente del Banco Provincial de Santa Fe, en 1982 ministro de Economía. Su historia más reciente es conocida: en la primera gestión de Reutemann enajenó la Dipos (la actual Aguas Santafesinas) y el Banco de Santa Fe, en dos ruinosas privatizaciones; en el segundo mandato del Lole le recortó el 13% del salario a los empleados públicos.
Estas garantías valoran tres grandes hombres de negocios que apoyan al PRO, según reporta la revista empresaria Puntobiz: Juan Carlos Bachiochi Rojas, relacionado con la industria petrolera, energética y la producción agrícola-ganadera, el prominente contador Juan Luis Fittipaldi y el director de Vicentín, la mayor empresa de Santa Fe, Gustavo Nardelli. El aceitero es el director de Terminal Puerto Rosario.
Todo un aliciente para el desarrollo del Puerto de Santa Fe.

Publicada en Pausa #153, miércoles 6 de mayo de 2015
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