miércoles, 27 de mayo de 2015

La fiesta, la calle

Otro yo mismo, por Mari Hechim

Yo nací en una casa de la calle 9 de Julio. Una de las cosas lindas de la vida era la fiesta que todos los 9 de julio se hacía desde el club Chanta al Chico que quedaba en la otra cuadra. Ya habíamos tenido el acto de la escuela y, en el feriado, tempranito, se escuchaba por un altavoz una  invitación a todo el barrio a participar de la fiesta. Pero también, y especialmente, se invitaba a los niños a pasar a retirar una bandera argentina antes de las 11. ¡Había que levantarse enseguida! Y salir corriendo a buscarla: una banderita de papel, con palito y todo. Ibamos en tropel y salíamos haciéndola flamear mientras corríamos. Qué cosa, que tantas razones tiene uno para correr cuando es niño.
A la fiesta se sumarían los tíos y los primos de muchos de nosotros. Y, además de carreras de embolsados, de carreras de caballos, había un  juego especial: un círculo de cajas numeradas abiertas hacia el interior, donde se soltaba un conejo y vos comprabas un ticket y si el conejo entraba en la casita de tu número te ganabas lo que había sobre ella: un paquete de caramelos, por ejemplo.  A mí eso me encantaba. Nos quedábamos alrededor, con la respiración suspendida, el conejo vacilaba; mucho nervio.
A la noche la fiesta se cerraba con un baile en el club: una pista de baldosas desparejas, mesitas rodeándola, las familias enteras iban. Y mientras los grandes danzaban, nosotros corríamos por allí, gritando contentos.
El clásico manisero, con su máquina enorme de donde salía un olor dulzón y embriagador, se paraba en una esquina. En ningún otro momento de la vida se te paraba un manisero en la exacta esquina de tu casa.
Ahí al lado estaba yo, con la falda azul de gimnasia, tableada, las medias tres cuartos de lana y los zapatos de ir a la escuela, paradita, mirando el movimiento de gente que sale con su cucurucho de papel y se reintegra a la fiesta con alegría. El  tipo está apoyado contra el tronco del paraíso y me mira con amabilidad. Es lindo. Una mirada de exclusividad que yo no había visto antes. Yo desvío  los ojos. Se acerca, pero no mucho y dice en voz baja, en un equilibrio entre una emisión regular y un susurro: “¿Te compro un cucurucho?” invita. Me quedo callada y la voz de mi vieja dice en mi interior: “No hablés con desconocidos”. ¡Pero no era un desconocido! Ya lo había visto por allí, alguna vez. Asiento con la cabeza y me toma de la mano. Húmeda. “Acá a la vuelta”, dice, “en San Jerónimo, hacen los cucuruchos más grandes. Vamos para allá”.
Se sabe que las fiestas crean un círculo de amistad. Te corrés medio metro y saliste; estás en otro lado. A pocos pasos de 9 de Julio, por Díaz Colodrero, la fiesta ya quedó atrás. Como la gente no está en sus casas, aparece un silencio, los zaguanes desiertos. Algo me intimida y miro para atrás, vacilo, pero él tironea suavecito y no aparece razón para detenerse. Al empezar a doblar la esquina, viene un auto conocido, gris. El del tío Pedro. Yo me detengo, el tío baja, el amigo no entiende.
En dos pasos el tío se para enfrente de nosotros. Alarga la  mano hacia adelante, como quien va a ofrecer en el hueco una perla o una almendra, pero cierra el puño, lo envía hacia atrás y, con una rapidez que los ojos no pueden seguir, emboca al tipo entre la pera y la garganta y lo levanta tipo el barón Münchhausen. El amigo vuela, con la cara ladeada y los brazos colgando a lo largo del cuerpo. En aceleración, la percepción se extravía: golpe, suspensión, caída, carrera desesperada.
El tío me saca de allí y en casa es todo grito, retos y reclamos, y nadie escucha cuando digo, con una culpa infinita: “Pero si yo lo conocía”.

Publicada en Pausa #154, miércoles 20 de mayo de 2015
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