lunes, 30 de marzo de 2015

Un poema de Analía Giordanino

Perros, fútbol y el barrio, puestos en palabras para nombrar a los más olvidados.

Por Pablo Cruz

Uno. Pasaron ya unos meses de la noche que escuché a Analía. Fue en un recital de poesía, en una librería del centro. Inclinada hacia el papel, de costado, la luz amarilla recortándole la cara. De esa lectura deliciosa, desesperada, me quedó el recuerdo de unas imágenes y la certeza de una actitud. Las imágenes: el sol de la mañana acariciando los puestos de la feria, la carrera alocada y feliz del perro Di María, el nombre reguetonero grafiteado en la pared. La actitud se trasluce en el decir. Analía cabalga la lectura al ritmo dado por la organización de los elementos en el poema pero también por el acento de cada palabra. Exteriormente, Mural (*) pareciera tejer un puente hacia la gauchesca, construyendo un universo referenciado en los bordes, que reconoce de la ciudad rincones pocas veces nombrados: las quintas, la zona del Mercado, el norte. Esa sensación me quedó, quizá, al no poder evitar, al escucharla, relacionar su musicalidad al primer Martín Fierro que tuve entre las manos. Me fascinaban los versos y el libro mismo; recién aprendía a leer y me entretenía recorriendo las páginas en busca de los dibujos que ilustraban el recorrido del héroe. En los retiros de tapa, escrito a mano en distintas tintas y rubricado con firmas ampulosas, se adivinaban deseos de bienaventuranzas dirigidos a mi madre. Por extensión, desde un orgullo pueril, sentía que esos augurios me alcanzaban. Ese capricho de la memoria nada tiene que ver con sugerir alguna presencia de gauchismo en la poesía de Analía. Por el contrario, el recuerdo de las tapas anaranjadas de aquel ejemplar –podría haber sido otro– me conecta, personalmente, con la sensación de lo auténtico.
Analía Giordanino es profesora de letras en el secundario y ha editado varios poemarios. Foto: Pablo Cruz.

Dos. Como el viento que horada la montaña, el olvido va gastando los rostros ayer familiares. Lo pasado existe, primero, en el olvido. Lo que olvidamos no son los acontecimientos, sino su recuerdo, esa impresión sobre los sentidos que se aferra a la memoria. Después del verano, Analía posteó fotografías de sus vacaciones por el noroeste del país. Entre ellas una en particular me llamó la atención. Era un fierro oxidado sobre el que se solapaba un cartón con la siguiente leyenda: “con este machete mi abuelo Sidonio Gutiérrez combatió a los Varela”. Inmediatamente me volvió a la memoria un viaje, en enero del 2003, donde hice un recorrido similar al de Analía; la noche en la fonda de Angastaco donde ese machete se encuentra. Intercambiamos correspondencia celebrando la coincidencia de haber estado ante un mismo objeto con diez años de diferencia. Agradecí que Analía me devolviera aquella imagen olvidada. Recordé la conversación con el vidalero Leonardo Gutiérrez, mi insistencia en sondear a través del vino la geografía salteña. Don Leonardo, ajeno a esa inquietud, se evadía llevando la conversación a su propio interés: la llanura, los ríos del este, sorprendido de la presencia de tanta agua junta al otro lado del país. Entendí que Gutiérrez, que nunca se había alejado del pueblo, viajaba en los relatos de sus visitantes. De las paredes del patio de la casa, organizados a manera de museo familiar, pendían distintos aparejos, bastos, estribos, una colección de nazarenas, una bayoneta española. Y el machete. Gutiérrez confirmó que su abuelo había enfrentado la montonera de Felipe Varela cuando ésta pasó por los valles, huyendo, camino a Salta. Mi Varela era el de la Proclama latinoamericana, tan actual en estos días. Pero en lo que Gutiérrez dijo y calló creí escuchar las voces de la colonización pedagógica de la historia, la versión del bandido malo que invadía la capital salteña; memoria, que muy a mi pesar, los argumentos de esa noche no pudieron contrarrestar.

Tres. Analía da clases en una escuela ubicada en el noroeste de la ciudad. Le gusta mucho el fútbol, escribe desde niña. Escribe en libretas, en cuadernos, en la carpeta de la escuela, en los colectivos, en los tiempos que le deja el trabajo. Luego transcribe y corrige, mucho.
—¿Te preocupa no tener un tiempo dedicado sólo a escribir?
—Es que no puedo, me levanto muy temprano y salgo a trabajar, hago otras cosas. Además, dar clases me gusta; es un lugar donde también puedo decir, sufro al sistema pero no a los alumnos. Cuando termina el año y los chicos pasan de curso siento algo parecido a  cuando comparto la publicación de un libro, la satisfacción del trabajo hecho.
—¿Cómo escribiste el poema?
—Generalmente suelo tener un envión inicial, algo que conecta desde la realidad. Mural básicamente habla de la muerte. Y después de atrapar ese impulso no me pierdo, tengo que escribir sobre eso.
Analía viajaba en el 15, iba por la avenida 12 de Octubre cuando un perro salió corriendo de una casa y encaró directo a las ruedas del colectivo.
—Yo no suelo impresionarme –continúa– pero me preguntaba por qué estaba tan conmocionada. El perro corría como corre un perro al patio, a la vida; y el colectivero apenas paró, a nadie pareció importarle. No es sólo la muerte del perro, es la muerte en esa forma; una muerte absurda, desamparada.
—De hecho Di María puede ser un pibe.
—Claro, cuando el colectivo frenó es lo primero que vi, un mural que marca el recuerdo de un chico. No sé cómo se llama, pero le puse Jona porque me pareció bastante universal.
Mientras charlamos vamos andando por Yapeyú. Tomamos por Loza hasta doblar hacia el sur en12 de Octubre. En las paredes hay dibujos de pibes con camisetas de Unión o de Colón, murales gastados y perdidos entre otras pintadas. Casi siempre, al lado del rostro, se deja leer el lema presente. Llegamos a la esquina donde frenó el ómnibus. Analía reconoce la casita de la que salió disparado Di María. Más allá hay un potrero, una canchita. Una barra de pibes toma cerveza. O terminaron  o están por empezar un partido. Les contamos que vamos a tomar una foto, asienten interesados. Cuando estamos por regresar, otra barra, en la esquina opuesta, nos llama a los gritos. Me acerco. Vestido con camiseta deportiva, acodado en la moto, uno de los que chistó pregunta qué estamos haciendo. Le digo que Ana es escritora y que vinimos a ver el mural. Forman una rueda, cuentan que lo pintaron ellos, que todavía tienen que terminarlo. El chico era de su barra. Es el Gera, dice uno de los pibes, pelo negro enrulado, granitos en la piel.
Regresamos. Mural será parte de Terrícola, un libro que próximamente publicará la Editorial Iván Rosado. También se sumarán a ese volumen una serie de poemas escritos con impresiones de la ruta que Analía recorrió en el verano. Nuevamente recordamos la fonda de Angastaco, y por más que Analía me describa las facciones de Leonardo Gutiérrez no puedo recomponer su rostro. También calculamos que el abuelo de Gutiérrez, como los pibes de la esquina, no habría pasado los quince años cuando fue reclutado para pelear a Varela. Pienso en el machete, en el mural y en el poema; las mejores armas, acaso, con las que cuentan los olvidados para volver a ser nombrados.

Mural, por Analía Giordanino

(*) Mural y otros poemas de la escritora Analía Giordanino se pueden leer en puntadaescondida.blogspot.com.ar
Analía Giordanino nació en 1974 en Santa Fe. Es Profesora en Letras. Publicó Fantasmas (Premio Alcides Greca, Ediciones UNL, 2008, narrativa), Nocturna (Ediciones Diatriba, 2009, poesía), Yo soñaba con comprarme una combi (Erizo Editora, 2013, selección de poesía santafesina).

Publicada en Pausa #150, miércoles 25 de marzo de 2015.
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