viernes, 18 de julio de 2014

Doradas y fragantes medialunas

Otro yo mismo, por Mari Hechim

Siempre tuve una admiración casi feroz por la gente que tiene elegancia y la lleva con disciplicencia y gracia, como si hubieran nacido sabiendo que la vida va a ser siempre luminosa y ligera. Este sentimiento adviene en momentos en que una persona con este carácter se enfrenta a mí concediéndome algo, una mirada, una atención que, quizá breve y efímera, de inmediato entiendo como inmerecida y me provoca una gratitud inmensa. El origen de esto es posible que esté en un bar sencillo. Se encuentra enfrente del Hospital Italiano. Es de mañana y la luz del sol que entra por las ventanas, enceguece. Él me ha invitado con un desayuno delicioso: café con leche humeante, doradas y fragantes medialunas. Conversamos de naderías, y él de pronto se levanta para pagar en la barra y yo lo miro. Hay algo en la espalda. Lleva un traje azul oscuro –jamás olvida la corbata– y la espalda se yergue de una manera no envarada, sino natural, inclinándose ligeramente hacia atrás los hombros, moviendo los brazos casi con gracilidad. Los pasos son largos y enérgicos aunque los zapatos se mueven con levedad, arrastrando el costado de afuera, como si apenas les costara fluir, y se abren a cada lado, unos 15°, por así decir. Regresa y me sonríe. Es una cita que yo considero secreta porque ella nunca se enteró. Miro sus sienes con entradas profundas, el pelo se ensortija y cae apenas sobre la frente. Venimos del hospital porque un dolor de garganta persistente requiere una operación en las amígdalas de cierta urgencia. “Vas a poder comer muchos helados”, intentó tranquilizarme. Pero yo no tengo miedo. Nunca tendré miedo si él está cerca de mí. Se pone de pie y me da la mano para salir. Es mucho más alto que yo, tomo su mano lisa y cálida, pero no me dan ganas de irnos, hasta que él me urge: “Vamos, hija”, dice.

En Pausa #137, miércoles 16 de julio de 2014. Conseguilo en estos kioscos.

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