viernes, 27 de septiembre de 2013

El final es donde partí

Adelita llevó a los viajeros hasta San Miguel, en la selva de Chiapas. Las historias de un lugar en el mundo poblado de niños, rituales, viejos relatos, licores y huellas del zapatismo.

Por Pato Che

San Miguel, un ejido indígena enclavado en la selva chiapaneca, es nuestro pequeño escondite del mundo. Allí regresamos, después de la primera parada del proyecto Polo a Polo, en la Aldea Infantil SOS de Comitán.
Tras surcar la meseta comiteca-tojolabal, pasamos junto a Altamirano, una de las cinco ciudades tomadas por los zapatistas en 1994, y donde el 21 de diciembre de 2012 miles de encapuchados volvieron a marchar, en silencio, sin armas, anunciando el despertar de una nueva era maya.
Al acercarnos a la región tzeltal de Ocosingo, piso con ganas el acelerador, intentando dejar atrás el recuerdo de la vez en que Adelita, nuestra combi, fue vilmente saqueada. Atrás quedan Los Altos de Chiapas. Es hora de poner punto muerto y que la gravedad nos deposite en tierra ch’ol.
Los techos de chapa de las casitas de San Miguel se asoman sobre el telón de la selva grande. Adelita desciende por la entrada principal del pueblo y pasa por la flamante cancha de básquet, que según el gobierno costó 4 millones de pesos mexicanos (sí, claro). Los jugadores reconocen “la combi del gringo” y la noticia vuela hasta la casa de los Ortiz, donde nos esperan el Ruco (viejo, en mexicano), Crucita, la Xuxu (abuelita en ch’ol) y los niños, “nuestros niños”.
Chai reconoce el lugar y salta por la ventanilla. Llegamos a casa, una vez más, antes de partir hacia Alaska.

Los orígenes
Del equipo de Polo a Polo, la Beba y el Mihi fueron los primeros en visitar San Miguel, allá por 1996, cuando aun retumbaban los ecos del levantamiento zapatista y prevalecía el espíritu de autonomía entre el campesinado. De aquella resistencia, apenas queda un letrero despintado que reza: “aquí el pueblo manda y el gobierno obedece”.
Pero la verdadera magia de San Miguel la descubrimos en otras cosas: al calor del fogón que arropa a la familia Ortiz, y gracias a Martín, quien pasó más de veinticinco años en la selva de cemento, cuidando a los hermanos Mihit.
Cuando aun no era el Ruco, el destino llevó a Martín hacia el desierto del norte de México, junto “la tía Mary”, quien en su juventud fue trabajadora social en Chiapas. Empezó como monja, pero al no encontrar a dios en este rincón olvidado del mundo, cambió los hábitos por la formación social.
En 2007, el Ruco decidió volver a sus raíces, así que las visitas de los Mihit al ejido se hicieron más frecuentes. Y mucho más desde que el equipo escogió San Cristóbal de las Casas como base de operaciones.
En los últimos años, muchos viajeros nos han acompañado a la casa de los Ortiz, y aunque sean mexicanos, españoles, italianos, estadounidenses, finlandeses o croatas, siguen siendo simples “gringos” para la gente del pueblo.
Uno de esos viajeros fue el argentino que escribe esta crónica. En su primera visita fue bautizado como “Pato Che” por un grupo de niños que se amotinaba junto a su guitarra, esperando el anochecer para que le diera vida al “Señor Coco”. “Che”, por su origen y quizás por la barba. “Pato”, por lo gracioso, aunque también le sienta eso de “a cada paso una cagada”.
Muchos de esos niños ya han crecido y se avergüenzan de participar en los juegos, pero siguen conservado un alma pura, que es la más grande inspiración de este sueño que viaja en cuatro ruedas.

A contrarreloj
Como sabemos que pasará un largo tiempo antes de volver, decidimos llevar los niños al río. “El de Roberto Barrios está bonito”, dice alguien, y antes de que acabe la frase, la horda infantil ya está subida a Adelita.
Cuento a Rosi, Yeni, Cristian, “Papi”, Rubí, Iris, Ingrid, Karina, Mildrett, Hugito y Sandrita. Faltan algunos “grandes” y Erika, que está en Cancún, ayudando a su hermana. La Riviera Maya es el escape predilecto para los chiapanecos que buscan una vida mejor. Pero no tardan mucho antes de dar con la cara en la realidad.
El vocho (escarabajo) de Mihi, que también va hacinado, le marca el camino a Adelita. Miguel Ángel, proveniente de una de las últimas familias en resistencia, conoce el camino, porque en la zona hay un caracol de información zapatista.
Al llegar al riachuelo, el Ruco bocifera desesperadas medidas preventivas, sin éxito: los niños ya están en cuero y tienen medio cuerpo sumergido en el agua cristalina. Se desata la guerra de agua y Chai huye despavorida, mientras “Papi”, Manuel y Ángel usan botellas de plástico para atrapar la cena: langostinos y cangrejos.
El atardecer corona una tarde perfecta. Es el mejor momento para que los chicos suban al techo de Adelita y manden un saludo con motivo del Día del Niño a los peques latinos de Gran Rapids, Michigan, a través de una estación de radio amiga.
En el camino de vuelta, los rostros dormidos nos provocan una mezcla de sensaciones, ya que no sabemos muy bien cuándo volveremos a compartir un día mágico con ellos.
A la mañana siguiente, Rosi, “Papi” y Juanito le piden a Roberto que cuelgue la tela del árbol de tamarindo y el patio de María se convierte en escenario de un show acrobático. José Andrés, “Niño”, no está interesado en subirse, así que se dedica a esparcir el terror con la máscara de Anonymous que al Pato Che le regalaron en una manifestación en Londres.

Adiós temporal
A sabiendas de que las lágrimas corren como río en las despedidas, el Pato Che se apresta a adelantarse a Villahermosa, donde un amigo ha prometido rotular a Adelita. Ni siquiera el Ruco, el más fuerte y gruñón de todos, puede ocultar su tristeza.
A escondidas, Crucita prepara un altar con veladoras y flores silvestres para los viajeros. Luisa sacrifica pavos para el caldo, mientras los niños llegan ofreciendo naranjas, tamarindos y dulces, y las mujeres apilan un cerro de tortillas. El clan está reunido.
El l’embal (licor de caña) toca la Pachamama y luego comienza su periplo de boca en boca. De repente, aparece Armando, el catequista del pueblo, quien también es el más rico, pues su tienda “El buen samaritano” es el Wal-Mart del ejido (pero sin “precios bajos”, todo lo contrario).
El Ruco sabe de nuestra aversión a la religión, pero apuesta a que no despreciaremos el gesto de la Xuxu. “Esta vez, sí te persignas, hija”, le dice la abuelita a Emma. Hasta Roberto, quien de manera abierta ha cuestionado la economía religiosa local, se sienta a escuchar el ritual en ch’ol, que mezcla lo católico y lo indígena.
Todos oran voz alta, pero cada uno su propia plegaria, lo que genera un trance casi hipnótico. Luego extienden sus manos sobre las cabezas de los agasajados y la energía fluye como el agua. Besos y lágrimas llueven a la hora de la paz. La pureza con la que le imploran a dios que nos anticipe un buen camino, y la fuerza de sus intenciones, conmueven al más ateo.
Hay quienes dicen que uno sabe que encontró su lugar en el mundo, cuando ya no lo puede abandonar, pero quizás también sea cuando se tiene la certeza de volver. Y así es San Miguel para nosotros, donde la Xuxu y el Ruco todavía tienen muchas más historias que contarnos.
En unos años, cuando esta travesía haya llegado a los confines del continente, el ejido volverá a ser el punto de retorno y allí edificaremos el “circo de la selva”. Y si, como dice el himno rengo, “el final es donde partí”, entonces ya sabemos muy bien hacia donde sopla nuestro viento.


Publicada en Pausa #122, miércoles 25 de septiembre de 2013

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