viernes, 24 de mayo de 2013

Contra las naranjas de Cézanne


De la risa y la moral cuando al arte se le exige que no rasgue las certezas.

Por Mari Hechim (*)

“Nadie sabe lo que puede un cuerpo”. B. Spinoza

Hace unos días fuimos informados de que una ONG llamada Red de Contención contra la violencia de género había solicitado a un canal que se abstuviera de emitir el sketch “La nena” del programa Poné a Francella, por considerar que el mismo promueve el abuso de menores. Esta noticia abrió un debate que tuvo diferentes derivas: de qué se ríe la gente fue una cuestión interesante. Se decía, a este respecto, que no nos hace reir un chiste de desaparecidos, pero sí un chiste de Olmedo. Y que sería deseable una sociedad donde los desvelos de un señor adulto enamorado de una jovencita que lo llevan a vivir episodios bastante desopilantes, no nos causara ya gracia.
Puestos a imaginarnos cuáles son las obras que promoverían el mal en nuestra sociedad, se nos ocurrieron varias.
La primera que nos vino a la mente, a todos, ya que de pedofilia se trata, es Lolita, por lo cual la pasamos así nomás. Tachada.
Se atropellan los recuerdos: los desalmados que toman mate ignorando la muerte de Rocamadour, que incitan a no tomar en serio el desenlace de la vida de un bebé. El grupo amoroso en La Intrusa, que promueve el desatino de vivencias sexuales ilegítimas. El asado de El Entenado, que exalta un canibalismo que deleitaría a Jeffrey Dahmer. 
Y qué decir de los clásicos. Por fortuna los niños no leen la Divina Comedia, porque la lectura del Infierno atormentaría de pesadillas sus noches. Antígona, que glorifica la rebelión contra el Estado. Pasemos por sobre Edipo Rey, tan obvio. O de todas las obras sobre la saga de la familia de Orestes y Electra, que glorifican el matricidio. Ni hablar, tampoco, de Shakespeare: ya pinta con grosería la figura de un judío, ya apuesta por el magnicidio, hace triunfar la locura de los celos. Y La Fierecilla Domada!
¿Y por qué Cervantes nos propone que la literatura te puede enloquecer? Cuando sabemos que mejora la inteligencia, y refina el espíritu.
Cuando Cézanne pinta naranjas, discrimina a los tomates.
Cuando Van Gogh pinta cuervos, discrimina a las palomas.
Cuando Turner pinta el mar, discrimina a las montañas.
Tengo más. Tengo una frase de la web: “Sócrates, por todos es sabido, era un individuo bastante feo. A Nietzsche le llamaba la atención que lograra sobreponerse a su propia fisonomía, pues de una naturaleza tan poco bella, nada ‘bueno’ cabría esperarse”. Y en un parrafito tenemos dos perlas de inusitado brillo. Una, es obvio, Nietzsche discriminador. La otra es un lugar común de “nuestra” cultura. La ecuación belleza igual bondad.
Y éste es el verdadero problema.
La belleza no tiene nada que ver con la moral. El lazo entre el bien, la verdad y la belleza pierde sus orígenes en aquellos griegos. Y en el transcurso del tiempo, no se deshizo, de tal modo que es hoy un lugar común de la cultura.
En el prólogo a la tercera edición de El nacimiento de la tragedia, Nietzsche dice que en su libro es el arte, no la moral, la actividad propiamente metafísica del hombre; que sólo como fenómeno estético está justificada la existencia del mundo. Y que la antítesis a esta justificación estética del mundo es la doctrina cristiana, “la cual es y quiere ser sólo moral y con sus normas absolutas, ya con su veracidad de Dios por ejemplo, relega el arte, todo arte, al reino de la mentira, es decir, lo niega, lo reprueba, lo condena”, lo cual es coherente con su odio por el mundo, por la belleza y la sensualidad, toda vez que proponen que en el cielo encontraremos “una vida mejor”.
Para Nietzsche, su libro está escrito contra la moral, levantando una doctrina y una valoración puramente artísticas, anticristianas, que denominó “dionisíaco”.
“Con sus dos divinidades artísticas, Apolo y Dioniso, se enlaza nuestro conocimiento de que en el mundo griego subsiste una antítesis enorme, en cuanto a origen y metas… esos dos instintos tan diferentes marchan uno al lado de otro, casi siempre en abierta discordia entre sí y excitándose mutuamente a dar a luz frutos nuevos y cada vez más vigorosos, para perpetuar en ellos la lucha de aquella antítesis, sobre la cual sólo en apariencia tiende un puente la común palabra ‘arte’: hasta que, finalmente, por un milagroso acto metafísico de la ‘voluntad’ helénica, se muestran apareados entre sí, y en ese apareamiento acaban engendrando la obra de arte a la vez dionisíaca y apolínea de la tragedia ática”. Se trata, entonces, de dos figuras opuestas: una, la de Apolo, representa el “sosiego solar, bañado en la solemnidad de la bella apariencia”, es el dios del sueño, del sol, de la luz, es mesurado y sabio; en cambio, Dionisos es el dios de la embriaguez y el éxtasis, del desorden, de la desmesura.
“Las fiestas de Dionisos no sólo establecen un pacto entre los hombres, también reconcilian al ser humano con la naturaleza. De manera espontánea ofrece la tierra sus dones, pacíficamente se acercan los animales más salvajes: panteras y tigres arrastran el carro, adornado con flores, de Dionisos. Todas las delimitaciones de casta que la necesidad y la arbitrariedad han establecido entre los seres humanos desaparecen: el esclavo es hombre libre, el noble y el de humilde cuna se unen para formar los mismos coros báquicos. En muchedumbres cada vez mayores va rodando de un lugar a otro el evangelio de la ‘armonía de los mundos’: cantando y bailando manifiéstase el ser humano como miembro de una comunidad superior, más ideal: ha desaprendido a andar y a hablar. Más aún: se siente mágicamente transformado, y en realidad se ha convertido en otra cosa. Al igual que los animales hablan y la tierra da leche y miel, también en él resuena algo sobrenatural.
Se siente dios: todo lo que vivía sólo en su imaginación, ahora eso él lo percibe en sí. ¿Qué son ahora para él las imágenes y las estatuas? El ser humano no es ya un artista, se ha convertido en una obra de arte, camina tan extático y erguido como en sueños veía caminar a los dioses”. (No me pude resistir a citar este texto tan bello).
Dionisos viene del Asia, en donde es un tosco culto que habilita el desenfreno de los instintos inferiores. En Grecia, con el abrazo de Apolo, que hasta entonces es el dios del arte, se convierte en una festividad de redención del mundo, pues envuelve a Dionisos en el “más delicado de los tejidos”. Y ambos se potencian mutuamente: mientras más crece el espíritu apolíneo, más libremente se desarrolla Dionisos; “al mismo tiempo que el primero llegaba a la visión plena, inmóvil, por así decirlo, de la belleza, en la época de Fidias, el segundo interpretaba en la tragedia los enigmas y los horrores del mundo y expresaba en la música trágica el pensamiento más íntimo de la naturaleza, el hecho de que la ‘voluntad’ hila en y por encima de todas las apariencias”.
Apolo salva a Dionisos de su “desgarramiento asiático”.
Y toda esta bondad se ciñe en la tragedia y se termina con Sócrates y con Eurípides. La tragedia dará lugar al diálogo platónico. De allí en más, el espíritu dionisíaco permanecerá obliterado por el triunfo de la razón, que ofrece luz para oscurecer el absurdo, el verdadero horror de la existencia, de la culpa, del destino.
¿Quedó allí, promediando el siglo XIX, esta concepción todavía extraña, del arte –y del mundo? ¿Hubo reverberaciones en nuestros siglos de esta percepción que exalta la unión del equilibrio y la desmesura como lo auténticamente artístico? Quizá se volvió más nítida la frontera que separa la belleza de lo bueno. Supongo que restalla en la inflexión que se impuso al mundo “después de Auschwitz”, donde la razón mostró su naufragio y advinó otra manera de hacer arte.
En nuestra época, las teorizaciones de Deleuze y Guattari nos recuerdan, quizá con palidez, la ferocidad de Nietzsche. En este momento recuerdo la cita que hacen de D. H. Lawrence, quien afirma que los hombres crean incesantemente paraguas para resguardarse de la intemperie, y que son los artistas los que rasgan los paraguas para permitir que un poco de caos ventoso, nos alcance. Los paraguas de Apolo, el caos de Dionisos.

(*) Licenciada en Letras y docente de la UNL.

Publicada en Pausa #113, miércoles 15 de mayo de 2013